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Edgelit

Edgelit
Edgelit/Borde.de.luz

Adagio de Habanoni


Fotografías de Silvia Corbelle y Orlando Luis Pardo

mi habanemia

La Habana puede demostrar que es fiel a un estilo.

Sus fidelidades están en pie.

Zarandeada, estirada, desmembrada por piernas y brazos, muestra todavía ese ritmo.

Ritmo que entre la diversidad rodeante es el predominante azafrán hispánico.

Tiene un ritmo de crecimiento vivo, vivaz, de relumbre presto, de respiración de ciudad no surgida en una semana de planos y ecuaciones.

Tiene un destino y un ritmo.

Sus asimilaciones, sus exigencias de ciudad necesaria y fatal, todo ese conglomerado que se ha ido formando a través de las mil puertas, mantiene todavía ese ritmo.

Ritmo de pasos lentos, de estoica despreocupación ante las horas, de sueño con ritmo marino, de elegante aceptación trágica de su descomposición portuaria porque conoce su trágica perdurabilidad.

Ese ritmo -invariable lección desde las constelaciones pitagóricas-, nace de proporciones y medidas.

La Habana conserva todavía la medida humana.

El ser le recorre los contornos, le encuentra su centro, tiene sus zonas de infinitud y soledad donde le llega lo terrible.

Lezama

habanera tú

habanera tú
Luis Trapaga

El habanero se ha acostumbrado, desde hace muchos años, a ese juego donde silenciosamente se apuestan los años y se gana la pérdida de los mismos.

No importa, “la última semana del mes” representa un estilo, una forma en la que la gente se juega su destino y una manera secreta y perdurable de fabricar frustraciones y voluptuosidades.

Lezama

puertas

desmontar la maquinaria

Entrar, salir de la máquina, estar en la máquina: son los estados del deseo independientemente de toda interpretación.

La línea de fuga forma parte de la máquina (…) El problema no es ser libre sino encontrar una salida, o bien una entrada o un lado, una galería, una adyacencia.

Giles Deleuze / Felix Guattari

moi

podemos ofrecer el primer método para operar en nuestra circunstancia: el rasguño en la piedra. Pero en esa hendidura podrá deslizarse, tal vez, el soplo del Espíritu, ordenando el posible nacimiento de una nueva modulación. Después, otra vez el silencio.

José Lezama Lima (La cantidad hechizada)

Medusa

Medusa
Perseo y Medusa (by Luis Trapaga)

...

sintiendo cómo el agua lo rodea por todas partes,
más abajo, más abajo, y el mar picando en sus espaldas;
un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir;
aullando en el mar, devorando frutas, sacrificando animales,
siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla;
el peso de una isla en el amor de un pueblo.

la maldita...

la maldita...
enlace a "La isla en peso", de Virgilio Piñera

La incoherencia es una gran señora.

Si tú me comprendieras me descomprenderías tú.

Nada sostengo, nada me sostiene; nuestra gran tristeza es no tener tristezas.

Soy un tarro de leche cortada con un limón humorístico.

Virgilio Piñera

(carta a Lezama)

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Luis Trápaga

ay

Las locuras no hay que provocarlas, constituyen el clima propio, intransferible. ¿Acaso la continuidad de la locura sincera, no constituye la esencia misma del milagro? Provocar la locura, no es acaso quedarnos con su oportunidad o su inoportunidad.

Lezama

Luis Trápaga Dibujos

Luis Trápaga Dibujos
Dibujos de Luis Trápaga

#VJCuba pond5

Pingüino Elemental Cantando HareKrishna

Elementary penguin singing harekrishna
o
la eterna marcha de los pueblos victoriosos
luistrapaga paintings
#00BienaldeLaHabana (3) #activistascubanos (1) #art-s (6) #arteconducta (3) #artecubanocontemporáneo (2) #arteespinga (1) #arteindependiente (2) #artelibre (5) #artelibrevscensuratotalitaria (2) #artepolítico (5) #artículo13 (2) #casagaleríaelcírculo (2) #censura (2) #censuratotalitaria (2) #Constitución (1) #Cuba (2) #cubaesunacárcel (1) #DDHH (1) #DDHHCuba2013 (2) #DDHHCuba2015 (3) #DDHHCuba2017 (2) #disidencia #artecubano (1) #ForoDyL (1) #FreeElSexto (1) #historiadecuba (1) #labanderaesdetodos (1) #laislacárcel (1) #leyesmigratoriascubanas (3) #liavilares (1) #libertaddeexpresión (1) #libertaddemovimiento (2) #luismanuelotero (3) #miami (1) #MINCULT (1) #museodeladisidenciaencuba (2) #perezmuseum (1) #periodistasindependientes (1) #pinga (1) #PornoParaRicardo #UnDiaParaCuba #YoTambienExijo #FreeElSexto (1) #restriccionesmigratorias (1) #RevoluciónyCultura (2) #TodosMarchamos (3) #UnDiaParaCuba (1) #yanelysnúñez (2) #YoTambienExijo (6) 11 bienal (11) a-mí-no-pero-a-ella-sí-compañero (43) Abel Prieto (1) abogados cubanos (1) acoso policial (1) activismo (1) Adonis Milán (2) agitprop (1) Ahmel Echevarría (3) Ailer Gonzalez (9) Ailer González (1) al derecho o al reVes? 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Libertad para Danilo

Apr 7, 2009

Boring Home/OLPL/novel/Continuación (8)

 

 

52

TAO-HOANG-SHE-KIANG-TÉ

Los palitos chinos o hoang-she-kiang parecen

un caos, pero no: son como una gran familia o

una pequeña nación. Para los peritos (sean

naturales de China o de un barrio chino en el

exterior), en cada pieza reencarna un nombre,

una jerarquía, un estilo de uso, un tono, y hasta

ciertos simbólicos secretos del universo como

voluntad y representación. Es tan fácil como

asistir a un teatro de operaciones noh.

Así, los palitos chinos o hoang-she-kiang

constituyen una ubicua escritura pan-nacional.

Lo mismo pueden ser usados como cubiertos (por

la ex-monarquía neo-aburguesada), que como

objeto galante presexual (entre las juventudes de

maovanguardia), que como arma alevosa y artera

(la preferida entre los afeminados y revisionistas

en general), que como insignia partidista y/o

burocrática y/o militar (de moda desde 1989),

que como juego didáctico preescolar (entre los 3

y 5 años, según el Ministerio de Preeducación

Popular), que como sistema portátil de

adivinación (xiao) o incluso como autoayuda

(tung).

Así, más que una escritura al azar, los palitos

chinos o hoang-she-kiang son una suerte de

mensaje al ciudadano (sea perito o no) de parte

del mismísimo Emperador (Kai-Fú). O, en su

carencia contemporáneo, de parte del mismísimo

Estado (Fú-Kai). El sistema funciona como un

juego de ladrillos para armar una muralla que

nadie verá nunca desde el cosmos, pero igual es

monumental. Se trata de un efecto lingüístico

donde cada varilla es a la vez carácter y cárcel.

En gramática, a esta paradoja se le llama

semiositarismo o tian-am. En política, sería

sencillamente gobernabilidad o kong.

Así, los palitos chinos o hoang-she-kiang son

la génesis de un vocabulario híper-nacional, de

incorruptible sentido en el seno de las masas y de

su liderato inmanente en cada contexto histórico.

Nada de caos, como en un principio el extranjero

o el ignorante podrían pensar. Al contrario, cada

vez que un ciudadano de la actual república (sea

natural o de algún barrio chino en el extranjero)

use los palitos para formar un fonema o ping, ya

estará convocando, de hecho, siglos y siglos de

esta exquisita y exhaustiva tradición pautada. Lo

mismo ocurre durante la lectura (hoang-shekiang-

): quien vibra entre sus cuerdas vocales

no será tanto su propia voz, como cierto aire de

pequeña familia o de gran nación. A través de

cada garganta resuenan entonces las notas corales

de una cosmotraqueotomía chinesca, cuya

afinación será siempre la idónea para que

cualquier miembro del pueblo la consiga entonar.

Es lo que los antropólogos de Occidente han

llamado un estado de chinanidad.

Por ejemplo, incluso esta historia portátil o

tao-hoang-she-kiang-té, no podría ser contada

por nadie sin involucrar a priori la misma

coreografía de palitos chinos, definida

matemáticamente así:

53

BORING HOME

1

Tal como nos advirtieron en el aeropuerto, la

casa no decía por fuera HOME FOR RENT ni

daba el menor indicio de actividad comercial. Era

clandestina. La alquilaban por la izquierda a

extranjeros o a cubanos caídos del extranjero.

Como yo. Como nosotros: Lilia y yo. Y lo hacían

de manera públicamente ilegal. Eso también es

Cuba, pensé: será el precio del paraíso. Por lo

demás, eso era justo lo que yo quería para

morirme en paz de una vez.

Me bastó con bajar la ventanilla y mirarla

desde la calle: en casi medio siglo mi casa no

había cambiado. Mi antigua casa natal, que ahora

funcionaría como mi home for rent, acaso como

una tumba alquilada. Exactamente, como un

cenotafio sin tarja, cuando todo se descubriera y

las autoridades deportasen mi cuerpo de vuelta a

los United States. Miré a Lilia de reojo, sentada

al volante del carro, y sólo le comenté:

—It´s here, honey: aquí nací yo –intenté

sonreir–. Nos quedamos con ella, right?

Lilia apagó el carro y bajó. Dio un rodeo sin

prisa y me abrió la puerta del BMW: un BMW

también alquilado por internet, como la casa,

semanas antes de pisar asfalto cubano.

—Let´s go, darling –dijo y me ayudó a salir

del carro–. Ya estamos en casa, vamos.

Y por primera vez en casi medio siglo lo pude

volver a hacer: estar parado en una esquina de

Cuba, la mía. Desde niño no recordaba un evento

así. Sentí las piernas entumecidas. Y una ligera

náusea. O taquicardia. No sé. Parecía un títere

exhausto al que van a devolver a su caja después

de una larga y aburrida función. A su caja natal, a

la mía: la de Lilia no. Con tal de no desmayarme,

tomé algunas notas mentales para el diario

cubano que pensaba llevar:

"La muerte sería un cartel anunciando HOME

FOR RENT en el portal de tu antigua casa".

"La muerte son los nuevos vecinos de tu viejo

barrio, que te miran bajar en muletas de un

platillo volador marca BMW".

"La muerte te persigue desde La Pequeña

hasta La Gran Habana: una muerte emperifollada

con guayabera blanca, pañuelo azul enredado al

cuello y una guadaña de rouge carmín (colorete

patrio de la Sinhueso)".

"La muerte es una fuga en zigzag de los

sabuesos del FBI allá y de los ecológicos

uniformados de verde aquí. Todos hablando en

chino sobre leyes extraterritoriales y visas por un

tercer país y restricciones de viaje y residencia y

delitos de extranjería y emigración, mientras

pasito a pasito uno entra de nuevo a su hogar a

cambio de un alquiler".

Sentí un punzonazo en la ingle. Me vi todavía

descolgado del brazo de Lilia, apoyándome en

una de mis muletas hi-tech, y pretendí un gag

cómico para no echarme a llorar:

—Apúrate, honey, que me hago pis en los

pants... –aunque la voz se me rajara a mitad de

frase.

Y entramos al portal de lo que ahora volvía a

ser mi casa de Cuba o, por lo menos, su póstuma

ilusión natal. Ya después Lilia se encargaría del

equipaje, del parking, y demás inconveniencias

domésticas que le tocan por ser la esposa de

alguien que, por primera vez en casi medio siglo,

descubre que ni volviendo ya es posible volver.

"La muerte es toda la mala poesía jamás

escrita en el mundo", recuerdo mi última nota

mental de auto-welcome home.

2

17 y K, El Vedado: única dirección que no se

me borra (y lo primero que siempre tiendo a decir

cuando me preguntan la address). Al fondo del

garaje ellas habían instalado su servicio secreto

de HOME FOR RENT: Sondra y Nora, nuestras

anfitrionas tax-free. Habían convertido el local en

un hospicio en dólares: un confortable cuartico

donde venía a refugiarse sin licencia la clase baja

mundial. O posnacional, como era mi caso: yo,

un expatriado en mi propio garaje. Paradojas de

la historia, parodias de lo que ya pronto sería una

biografía cerrada: la mía, la de Lilia no. Anyway,

yo debía permanecer incógnito el mayor tiempo

posible, así que nos convino aquel rincón de casi

cero visibilidad.

Se acababa un siglo y acaso también un

milenio. Se acercaba el 2000, el año cero: posible

fecha de mi muerte tanto física como fiscal. Y

aquí estaba yo aún: de vuelta al vientre materno

o, mejor aún, vientre huérfano. Anoté un verso

en prosa para mi diario, pescado con pinzas de

una banda mitad lírica y mitad de speed: "Back to

the womb is much too real". Y, finalmente, para

no desentonar, anoté esa suerte de cursilería

miamense de "No regreses al sitio donde fuiste

feliz".

Desde el portal, miré a Lilia. Miré al cielo.

Era azul infinito, sin una nube ni un pájaro: un

cielo sin cielo. Miré al resto de la realidad, los

restos de la irrealidad, y no vi ni rastro de mi

niñez. Por suerte. Desde la esquina de K y 17, El

Vedado, podía extasiarme con aquel panorama en

toda su chata profundidad. Dígase La Habana y

54

se habrá pronunciado el mundo, aunque sea en

spanglish. La vida desperdiciada en el mundo, la

habrás perdido también aquí: yo era un Kavafis

sin patria donde plantar bandera, un Kafka paria

pero todavía con amo. Y tuve la sensación de

que, terminada mi odisea fúnebre, Lilia podría

publicar mi diario en tanto documento aburrido y

excepcional.

Vi la avenida L, como siempre, a una cuadra

de distancia de mi ex-portal. Vi centenarios

laureles republicanos sembrados en los parterres

antes de mi madre parir, en la primera mitad del

moribundo siglo y milenio. Vi un agromercado

obrero que chorreaba tierra colorada por los

cuatro costados: meta y metáfora de la nación o,

al menos, de su noción. K abajo, en la esquina de

15, vi un edificio gris que en los años cincuenta

no estaba, o no lo recuerdo yo, donde entraba y

salía personal uniformado y armado. Vi a esos

inextinguibles niños urbanos, con sus canicas

horadando lo que alguna vez fuera un jardín

pequeño-burgués, ahora gran-proletario. Y vi,

por supuesto, la línea intuitiva del mar. Siempre

el mar ubicuo al fondo de la ciudad marinera: su

olor a yodo, a nitrato, a mezcla fina de infancia y

fuel. Y entonces miré al cielo de nuevo, como

una carpa fantasma izada sobre el horizonte fuera

de foco. Fue como una inspiración miope teñida

de blues: "because the sky is blue it makes me

cry", recordé la nana triste de Beatles, aunque no

pude recordar ni una sóla causa ni un sólo

because. De cara a mi muerte concreta, la historia

del universo podía entenderse ahora como una

tonta cancioncita de amor.

Sentí deseos de ponerme a gritar. Gritar nada

en específico: simplemente gritar. De rabia, de

pena, de felicidad: de facilidad de poder gritar

otra vez en Cuba. Aullar de tedio, de horror, de

ser libre incluso para aburrirme a matar: para

matarme o dejarme matar en un alquiler

clandestino que en otra vida había sido mi hogar.

Pero no way. Me contuve. Permanecí en un

silencio casi militar, después de salir del baño y

sumarme a Lilia en la sala, que a esa hora

formalizaba nuestro informal alquiler. Y era

increíble, en realidad: ¡un precio híperbarato!

Una ganga más que un gancho comercial, tal

como nos prometieron en el aeropuerto, apenas

una hora atrás.

Sondra era una muchacha alta y delgada:

blandía en su cara la única mirada no codiciosa

que Lilia y yo nos topamos desde que salimos de

Hialeah, otra ciudad con hache, como La

Habana. Tenía un par de ojos diáfanos que

gentilmente te condenaban a la verdad. Te

conminaban a no mentir, no robar, no matar, y sí

desearla a ella y no a la mujer del prójimo: ni

tampoco a la tuya. Nora, su hermana gemela,

usaba un overall manchado de tinta y pintura:

olía a diluyente de artista plástica, al parecer en

uno de los cuartos había instalado un taller. Si las

descubrían alquilando sin licencia, ambas lo

perderían todo, empezando por la propiedad de

mi ex propiedad. "Pero si ustedes son discretos al

entrar y salir, pueden quedarse aquí

eternamente", nos ofreció Sondra una mortaja

hasta que llegara por fin el fin: el mío, el de Lilia

no.

That´s the point: residir forever en mi antigua

casona, sin pasar mi calva reciente por el calvario

ancestral de la burocracia. Yo tampoco tenía

tiempo ahora para jugar a los trámites. Me moría

y punto, aunque me resistiera a aceptarlo: para

consuelo y resignación ahí tenía a Lilia tal vez.

Después del acto final y su consabido telón,

podían meter mi cadáver apócrifo en el primer

cementerio o vertedero estatal. Podían metérselo

en el mejor hueco o nichito patrio. O

reexpatriarlo a casa del carajo: para entonces ya

me daría igual.

"¿Volver a América, miss Muerte, ¿sabe lo

que dice usted? No hay que volver de algún sitio

para quedarse ya en él": desfiguré por escrito los

versos de preferiría no mencionar quién. Hacía

calor. O las pastillas me recalentaban la sangre

por dentro, cuarteándome la garganta. "Morir en

julio y con la lengua dentro. Let it be:

cubansummatum est", anoté antes de cerrar el

diario acabado de desvirgar.

3

Esa misma noche le pedí a Lilia la primera

inyección: tenía un dolor insoportable y pretendía

dormir temprano como regalo de bienvenida. El

dolor desapareció enseguida, pero mis párpados

ni se enteraron. A las doce en punto me vestí y le

di un beso a Lilia en la cara, sobreblanqueada por

el cremerío humectante con que se conservaba

veinte años menor. De pronto me recordó a una

muñeca Lilí: aquellas caritas que alguna vez se

fabricaron en La Habana con el rótulo de Cuban

Lilly Dolls.

—Voy un rato afuera, honey.

—It´s OK, darling –me respondió, alelada–.

Be careful no te resfríes –y continuó roncando

sin ningún pudor: de noche, ninguna terapia de

imanes, parches ni flores la conseguía

insonorizar.

Caminé lentamente por el pasillo, haciendo

tic-tac con mis muletas tan ergonómicas, hasta

55

que por fin alcancé el portal. No había bombillos,

pero hacía una luna repleta: la luna de Cuba,

¡nada que ver El Vedado con la de La Florida!

Lloviznaba. Había aire y dejé que la brisa me

despeinase la calva. Reí y respiré, recostado a la

reja, con medio cuerpo sobre mi esquina de 17 y

K. Hondo, puro, libre. Sin dolor, sin vida, sin

deseo, sin muerte. Sin palabras ni tampoco

silencio. Como un estertor, un rencor apático,

apenas un roce de lo irreal: como volver a nacer,

pero por primera vez. Solo. Sin memoria ni

amnesia de ese evento que todos llevamos

tatuado delante como una zanahoria podrida: "O

Death, ¿where is thy sting? O Tomb, ¿where is

thy glory?", recordé creo que al Shakespeare de

los sonetos.

Bostecé, triste de lobo: ¿quién le teme a

Orlando Woolf? Oí el sonido fatuo de la

madrugada cubana, entre los flamboyanes y los

edificios más vacíos mientras más habitados.

Supongo que entendí entonces lo que la belleza

del universo podría llegar a significar. Un frío

húmedo. Un olor a jazmín. A lirio, a lilia, a flor

de muerto y muñequita lilí. Medianoche, nadie,

verano. Sentí un poco de náusea y, justo en este

punto, ella tosió bajito para hacerse notar. Ella.

¡Fuckin´ goddamnit que me asustó...! Ella.

No sabía que estaba siendo observado en mi

observatorio estelar. Me viré de un salto, de un

sobresalto y, más que verla, intuí: era ella,

sentada en la oscuridad. Un bulto espléndido,

retador. Las piernas recogidas bajo un vestido tan

corto que la dejaba desnuda a lo largo y estrecho

de su geografía de gacela. Puro cuerpo

reconcentrado en sí: la cosa an sich, sin filosofía

ni adjetivación. Me quedé con la boca abierta, la

mandíbula al aire como el péndulo de ningún

reloj. Temí lo peor sin saber cómo, dónde o por

qué. Me le acerqué. Tic-tac, tic-tac: otra vez las

muletas de mi cardiopatía se complotaban en

contra de mí.

—¿Sondra? –me aventuré.

—No –ella lucía divertida con mi confusión–.

Se pronuncia Nora.

La estética del 2 x 1: de día no había reparado

en cuán idénticas eran, cuánta belleza doble

buscando cómo desdoblarse mejor.

—¿Desvelado? ¡Bienvenido al club! –y me

tendió su mano en señal de hello–. El insomnio

es normal después de un viaje, supongo.

Sus dientes eran muchos y blanquísimos, y se

le abrían como una carretera entre labio y labio.

Imaginé los otros labios de una mujer así:

técnicamente, una muchacha así, an sich.

Seguramente hundidos y apretujados como la

silueta de Cuba vertical, un sexo afeitado

cuidadosamente por el paso de un huracán

Gillette. Labios que no dejaban el menor

resquicio donde colar un índice o una credit card,

en número rojos y a nombre de Mr. Orlando

Woolf. Su pelo era tan negro y lacio como su

nombre: Nora, Noire. Y olía a sándalo, a sombra,

tal vez a Sondra también.

—No estoy desvelado –me puse solemne

como estrategia para resistir–. Ya nunca duermo.

Y ella fingió un aplauso casi en mute,

deliciosamente teatral.

—Bravo –sobrepronunció en voz aún más

baja que sus palmadas–. La noche no es propicia

para dormir.

Tendría veinte años, no más. Y así mismo se

lo pregunté al instante, sin otra fórmula de

cortesía que una cortante curiosidad.

—Veintiuno, ¿y usted? –ripostó.

—Yo, nada –la miré sin tapujos para calar en

su reacción–. Cuando la pelona anda cerca, te

quedas sin pelos pero también sin edad.

Y entonces fueron ya carcajadas silentes:

Nora tenía el don de repoblar el desierto con sus

pantomimas de actriz amateur. Su fértil

jovialidad me recordaba la de mis primas en el

stadium repleto, con Almendares ganando a

palos, desde el primer inning hasta la última

cocacola con absorbente y pan con lechón. Y, sin

embargo, algo siniestro en ella me sobrecogía.

Era como un despliegue de empatía y pavor entre

perfectos conocidos que nunca se conocerán:

habitantes de dos épocas antiparalelas en una sóla

mansión (la de ella, la mía, la nuestra).

Le di las buenas noches y literalmente la

abandoné. Yo no quería complicaciones. Tic-tac,

tic-tac: huí de vuelta por el pasillo de geometría

familiar, diseñado por mis abuelos desde mucho

antes de la victoria del club Almendares en

aquella temporada de, si mal no recuerdo, el

verano del ´53.

4

Sondra era bióloga y nunca estaba durante el

día. Al menos, no entre semanas. A veces viajaba

al exterior, a Latinoamérica siempre: que ella

decía en broma que no era más que otra provincia

de Cuba, pero con McDonald´s, más y mejores

médicos cubanos, y aclimatación.

Por el contrario, durante los weekends, Nora

se perdía sin dar explicación ni decir un chao. El

resto del tiempo trabajaba como una gata, a

cualquier hora, trepada en cuatro patas sobre la

prensa gráfica de su taller: verdadero fósil

56

mecánico, de los más remotos, con que acaso se

hiciera el Papel Periódico en el XVIII. Nora, de

hecho, tenía una gata que se llamaba igual: Nora.

Y, para colmo, siamesa: tal como Sondra y ella a

veces me lo parecían: simetrías de Siam.

La criatura se tendía a pasarse la lengua,

mientras contemplaba arrobada cómo su dueña se

afanaba en la próxima obra por imprimir. Era

exactamente lo mismo que por entonces solía

hacer yo, entre inyecciones, muletas inteligentes,

y la caducación definitiva de mi permiso para

estar en Cuba.

Ahora yo estaba prófugo o algo por el estilo:

on the run, on the wild, on the loose.

Seguramente mi nombre ya era acechado por los

sabuesos del FBI allá y los ecológicos green-war

de este lado. Me dije: "que se jodan todos: so far,

so good, so what?", y apunté en mi diario una

frase pedante que tal vez Lilia me esculpiría

como epitafio: "Aunque me acorralen y capturen

y juzguen y condenen a muerte por segunda vez,

este es mi momento y mi hogar: mis quince

minutos de fama para narrar en casa, incluso para

narrar en el mar". En cualquier caso, mi diario

comenzaba a parecerse peligrosamente a una

novela de autoayuda o de do-it-yourself. Por

ejemplo:

"Octubre es el mes más cruento. Hace un

calor de perros, de jauría. Y encima las ráfagas

de un supuesto huracán que viaja con destino

norte también. En Cuba, el otoño es una

magnífica maldición. La gente es vulgar y alegre:

beautiful people. Se aman y matan salvajemente,

en medio del esplendor y el vaho: cuerpos

sudados, semen sin sabiduría, niños a rastras

hacia una escuela social. Y todos ellos soy yo,

con mi lúcida frustración de moribundo de vuelta

a su aburridísimo hogar: boring home más que

hospicio. De estar vivo, saldría ahora mismo a

caminar sin ropas por este barrio que desconozco

por ser el mío. El Vedado de noche no se parece,

pero igual me recuerda a la ciénaga de Hialeah:

aquí y allá me despierto con la sensación de que

me voy a ahogar. Hoy se cumplen tres meses de

estar clandestinos aquí. Debiera publicarse en el

Miami Herald lo sencillito que ha sido: medio

exilio bien pudiera vivir free gratis de

contrabando en su patria que ya no lo es. Si no se

atreven será por pendejos. ¡Llame ya: usted

puede morirse en Cuba tax-free...! Nora y Sondra

son finas, inteligentes, ingenuas y las dueñas más

recientes de mi casa natal. No parecen tener

familia ni amigos ni vecinos, y eso en Cuba es

una suerte de excentricidad. Ambas desconocen

olímpicamente el horror: han vivido

ahistóricamente. La felina es feliz y falaz. Lilia es

perfecta, quisquillosa e insoportable: nunca se

olvida de mí. Me va a obligar a sobrevivir hasta

las últimas consecuencias. Obligarme a

sobremorir: ésa es su misión pastoral. Cada

medianoche tomo cuatro de mis Pastillas

Completas para simular dormir. Lilia teme que

subir más la dosis pueda ser tóxico. El resplandor

de la luna me favorece, sobre todo cuando no hay

luz ni ciclón, como ahora: la muerte es el ojo de

un huracán. Así que nada. 17 y K, El Vedado,

Cuba, América: ya nos veremos las caras, brave

new habana. Quo vadis, ciudad con hache? Es la

hora de callar, Revolución: fíchenme now si

pueden, catch me ahora if you can. No es todo

por el momento: Rev in Peace. Firmado, en

octubre ´99 y sin baterías recargables. Attmente,

Mr. Orlando Woolf".

5

Una tarde saqué los prismáticos. Entre Sondra

y Nora me ayudaron a remontar la terraza. Era

sólo un primer piso, pero de puntal muy alto,

republicano. Con la vieja escalera de caracol que

ascendía levógira, por supuesto, porque en Cuba

lo mismo los ciclones que las escaleras siempre

giran así: a la izquierda (palabra

vasconacionalista: ezquerra, que es guerra). Lilia,

por su parte, ese día decidió permanecer ella en

la cama y de allí aún no salía, remolonéandose y

viendo una cable-TV no menos ilegal que

nuestro alquiler. Sería su día libre de mí tal vez:

un day-off en el paradise. Sweet Home

Alahabana.

Prismáticos profesionales, dos hermanas

gemelas bajo el cielo azul de noviembre, aire

templado, ciudad insonora desde mi hogar dulce

hogar. Me pregunto a dónde se irán las nubes en

este mes. Y los pájaros, ¿emigran acaso? Y mis

jaquecas, ¿por qué carajos no se esfuman

también? Mierda, qué genial aburrimiento, qué

bodrio en vano, qué euforia o por lo menos

eufonía. Tanta metafísica mental me asemeja al

personaje de Memorias del Subdesarrollo,

prismáticos incluidos: "¿cómo se llamaba: Eddy

o Edmundo?", pronuncio en voz alta sin mayor

esperanza.

—Sergio –me sorprende Sondra–. Como el

actor.

Me está hablando de la película, que no

recuerdo haber visto completa: sólo fotogramas y

spots. Se lo digo. Pero el libro sí lo leí, cuando

una editorial de tercera lo publicó en uno o dos

estados de los United States, con su debido

fracaso comercial.

57

—Si no te acuerdas del filme, es que no lo

viste –Sondra me ataca ahora.

—A lo mejor sí la vi –la contraataco yo–: tú

no sabes lo que un cubano de mi generación es

capaz de olvidar –digo y me arrepiento

enseguida: tampoco deseo parecer tan pedante

como Eddy o Edmundo o el actor Sergio quizá.

Nora salta en mi ayuda:

—Yo tampoco me acuerdo si la vi completa o

si alguien me la contó –y abre los brazos en

cruz–. Pero no por eso soy o dejo de ser de

ninguna generación –no se calla nunca.

Cabeceo como un ex-catedrático y las

sermoneo con gestos exagerados, de clown que

está de vuelta en su propio clowntry:

—La lucha del hombre contra el poder es la

lucha de la memoria contra el olvido –la cita creo

que es de Kundera, pero en el techo de mi casa

puedo plagiarlo en paz–. No ser de ninguna es la

mejor manera de pertenecer a tu generación.

Y ya no se entiende de qué hablamos. Así que

por fin reímos, aunque dudo mucho que

entendiéramos de qué. De manera que seguimos

observando amigablemente la nata o la nada de

La Habana bajo el zoom de mi telescopio: rango

de 5 a 100 X, óptica corregida electrónicamente

por los robots del Karl Zeiss Institut, con foco

automático y diferencial: verdadera delicatesse

para los espías de todos los países, uníos. De

hecho, se me ocurre que bien podría hacerle una

donación a la policía secreta de mi antiguo país:

por ejemplo, incluir los prismáticos para ellos en

mi testamento no estaría mal, al menos como un

chiste con el que Lilia no sabría lidiar.

Por el momento, no puedo salir de mi

estupefacción. Es increíble: como en el libro de

Edmundo Desnoes, esta ciudad todavía parece

una escenografía de bagazo o cartón. Una Troya

de tramoya, madera preciosa y hueca. O rellena

con guata bendita y aserrín de manualitos

populares de ideología. Nos vamos rotando los

prismáticos y, en uno de esos pases de mano,

Nora me roza de cuerpo entero y yo pierdo el

equilibrio y me le engancho del talle. Está

enchumbada, sudada desde la piel a la tela o

quizá al revés. Me gustaría devolverle algo más

que una palabra de sorry, pero me trago mi

speech. Tengo su sudor oloroso en mis manos,

qué más se puede pedir. Luego ya veré como

usar con Lilia esa información química o

feromónica: "Make lust, not words", anoto

mentalmente.

Me siento mareado. Debo bajar a mi

habitación. Tal vez extraño la sobreprotección

médica de Lilia, no sé. Igual ha sido suficiente

por esta tardenoche de añil. Se pone el sol, de

azul a cian a magenta, y sin una sóla nube

flotando encima: a mi edad y en mi condición ya

todo parece grave e ingrávido, aunque yo mismo

no entienda. Noviembre no es de gran ayuda en

cuestiones de salud pública ni privada. De suerte

que me justifico para no preocuparlas:

—Tengo que bajar a inyectarme –anuncio en

tono jovial–. Si alguien me ayuda con los

peldaños, se gana la marca de prismáticos

favorita de la CIA y la KGB.

Y otra vez es Nora quien se adelanta en mi

ayuda. Para mayor desconcierto, la espiral parece

girar ahora en sentido contrario bajo mis pies:

hacia la derecha, según las náuseas me permiten

interpretar. Bajo en un vértigo o vahído. Voy

pensando que la geometría no euclidiana lo ha

copado todo en mi antiguo o, mejor aún, en mi

póstumo hogar: lo que sube por la izquierda, de

pronto baja por la derecha y viceversa también.

Todo parece cíclico de remate, pero en Cuba

nada ocurre igual que la primera vez.

En fin. Me basta con apoyarme en el

antebrazo de Nora para acatar las reglas

transpiradas de este irreality show. Y avanzo

sintiendo en el codo la presión de novilla de sus

senos de 21. Nora estoy seguro que lo nota

también, pero su sonrisa es más limpia que la de

los ángeles: "no pasa nada, es tan sólo mi

cuerpo", pienso que Nora piensa que pienso por

ella yo.

Toda vez en el cuarto, Lilia se queja de

estarse aburriendo de maravillas con el candor de

una película cubana en blanco y negro, filmada

treinta años atrás:

—Un "Día de Noviembre", darling –me

contesta sin despegar la vista de la pantalla–. It´s

funny: esta película se llama como hoy.

6

Comencé a deprimirme opíparamente. Comía

y dormía cada un par de horas. Después lo

vomitaba todo y me desvelaba hasta el amanecer.

"La Hanada", como renombré a la ciudad en mi

diario de boring home, era una tableta Prozac

importada de la paleohistoria

políticofarmaceútica de este planeta. Y Nora fue

la primera que sufrió sus efectos colaterales:

Nora, la gatica siamesa.

Simplemente me molestaba, acaso porque ya

nunca nos dejaba solos: a su dueña Nora y a mí.

O porque hacia ella se desplazaba todo el afecto

posible de nuestra conversación. O porque

whatever me daba igual: era tedioso sentirla todo

el tiempo ronroneando a mis pies y restregándose

58

contra la felpa de mis muletas. Decidí que sería

algo así como entretenido sacar a Nora del juego,

convertirla justo en lo que ahora era yo: un

foragido, un outcast. Que la ubicua gatica fuera,

técnicamente, una outcat.

Lilia estuvo de acuerdo. La exasperaban los

pelos por todas partes, incluidos los de mi ropa

primero y los de mi coriza después. La irritaban,

al punto de la anafilaxis o la anafelinaxis,

aquellos sopones de pescado que Nora y Sondra

ponían a hervir durante largas horas del mediodía

cubano. El stress irreversible de mi enfermedad y

mi infinita estancia underground en Cuba la

tenían al borde de un shock. Un día casi estrella

el BMW al parquear. Lilia no discutía, pero

destilaba vapores de mal humor 24-hours-a-day.

Estar de acuerdo respecto al "caso de la mascota

Nora" (es una cita de mi diario) fue una perversa

estrategia de reconciliación nacional.

—It´s OK, darling –me dijo Lilia y elevó sus

pulgares: luego los invirtió hacia abajo y me

expuso su plan–. Mañana temprano despacho a la

criatura tan lejos que no regrese en un año.

A mí me marcó la sentencia: "en un año". De

su frase era obvio que la cosa iba de mal en peor

conmigo. "Un año": ése era el plazo que Lilia me

concedía para sobrevivir.

Igual lo hicimos. La despachamos fácilmente

en el maletero. No sé hasta dónde Lilia llevó a

Nora antes de botarla. Y, por supuesto, yo me

arrepentí enseguida. A la mañana siguiente casi

recé para que Nora volviese pronto al hogar. El

suyo, el de Nora su dueña, el mío, acaso el

nuestro también. Oírla maullar de nuevo sería

algo así como un bálsamo de alivio o un

talismán: una patente de corso para franquear la

barrera de "un año" que me pronosticaba sin

saberlo Lilia.

Al día siguiente, Sondra reaccionó histérica.

Acusó sucesivamente a todos los vecinos de las

cuatro esquinas de 17 y K. Según ella, El Vedado

era un barrio de delatores y criminales que

llamaban a Zoonosis al menor descuido.

Entonces la descubrí llorando abrazada a su

hermana (Nora goteaba azufre por los ojos, no

lágrimas), como si alguien ya hubiera muerto en

la casa. Y esta imagen de pronto me causó pavor:

la de asistir a mi velorio en el mismo sitio donde,

aunque nadie en Cuba lo recordara, yo había

nacido casi medio siglo o medio milenio atrás.

¿Era posible que de una mascota dependieran

las coordenadas emotivas de todo un sistema no

tan doméstico como domesticado? ¿No estarían

sobrerreaccionando las hermanitas gemelas tan

patéticamente como yo? ¿Cuán frágiles serían las

fronteras entre el miedo atroz privado y la amable

locura social? ¿Existirían allá afuera los sabuesos

del FBI y los verdeolivas ecológicos de

Extranjería y Emigración? Y, entonces, ¿por qué

aún no daban señales de vida aquí adentro, en mi

vieja mansión tan céntrica de 17 y K, El Vedado

(ahora municipio Plaza de la Revolución)? ¿Se

habrían traspapelado mis archivos o un virus los

desdigitalizó? ¿La calidad de mi sobrevida

dependía sólo de que Nora, de pronto una suerte

de Lassie, regresara un día al hogar?

Me vi como un fantasma alquilado que

recorre su vieja casa de infancia, al estilo de

aquel Mr. Nobody declamado de memoria en mi

Escuelita Elemental de Calzada y K (a un costado

de la famosa funeraria):

I know a funny little man as quiet as a mouse

Who does the mischief that is done in everydody´s house.

There´s no one ever sees his face, and yet, we all agree

That every plate we break, was cracked by Mr. Nobody.

¿Sería ahora Mr. Orlando Woolf un perdedor

invencible en su propia invisibilidad? Lo cierto

es que copié con devoción las dos estrofas de

esta rimita infantil en mi diario. Casi sin darme

cuenta, dejé de rezar a Dios y comencé a pedirle

cosas, mitad en broma y mitad en serio, a San

Mr. Nobody.

Y, ya al final de la crisis felina, Sondra tuvo

que viajar de improviso a un laboratorio de la

UNAM, en Mérida, y Nora quedó desconsolada

imprimiendo sus monotipias con la ayuda de mi

mirada en sillón de ruedas. El artefacto rodante

era un hi-tech de última generación. Lo habíamos

traído desde el inicio, en el remoto julio de ese

mismo año, pero sólo en la última semana yo

había decidido usarlo para no forzar más las

válvulas ni las articulaciones, en medio del stress

de ver a las dos gemelas buscando

desesperadamente a Nora.

Era delicioso ver a Nora gatear encaramada

entre los rodillos de su prensa manual, raspando

a espátula y gubia, empapada de acrílico desde la

nariz hasta la uña meñique del pie. Porque

trabajaba descalza, con un mínimo short y una

blusa de mosquitero: semivestida o semidesnuda,

que no es lo mismo pero excita igual. Y aunque

la otra Nora no daba señales de reaparecer, por el

número de grabados que su dueña salía a vender

en ferias, supongo que poco a poco se le iba

extrañando menos: "en un año" tal vez nadie se

acordaría de que alguna vez la siamesa maullara

allí. "En un año", pensé, ni Nora ni Sondra

podrían precisar cuánto tiempo premórtem pagó

el último cliente ilegal en su propio ex garaje.

"Aquí amnesia y anestesia son anagramas", tomé

una nota mental que no estoy seguro de haber

59

transcrito después, pues se me acababa el diario y

tenía que apretujar demasiado las ideas y el trazo.

En fin. Por lo demás, nada. Días y noches en

que uno no come apenas, se toma sus cuatro

pastillas completas para no desentonar, y se deja

inyectar por Lilia la droga apátrida de la

esperanza inútilmuscular, Made in USA (los

bulbos ya se acababan a cuentagotas también).

Total, sólo para vomitarlo todo con voracidad,

entre hematomas pop-art y disneas de muñequito

de Disney, cagando una jalea albañal y

escupiendo rojo. Anemia o anomia: ¿cómo

distinguir, para qué intentarlo? Y, de tanto en

tanto, según se aproximaba el fin de año,

regurgitar una tisana de escuba amarga preparada

por Nora, a la par que persistían mis deseos de

moverme heroicamente dentro de su sexo hasta

morir o eyacular: ¡veniremos!

7

A las doce menos algo, Lilia se sobresaltó.

Dijo que yo había hablado en sueños, que quién

demonios podría ser Eddy o Edmundo, que

sudaba copiosamente mi almohada y que, por

capilaridad, la sábana estaba enchumbada como

una toalla sin exprimir. Yo no había pegado un

ojo: había tenido una bizarra sensación de

temblor, pero inmóvil. Estático, casi extático.

Como cuando va a estallar un ataque de fiebre. O

un calambre. O una arritmia donde se invierte el

dipolo eléctrico del corazón.

Esa noche, recién yo caía en la cuenta: era 31

y ya se acababa el año o el resto de mi tiempo

quizá. La Hanada me había ahorrado el fastidio

de las navidades y esa fatua luminosidad y esa

merry camaradería tan al estilo del american way:

por suerte en Cuba las Christmas eran una

costumbre extinta, entre otros saurios del período

republicámbrico ya abolidos en la nueva era

revolujurásica.

Lilia se dio una mínima ducha, se vistió de

sport, y salió afuera por el pasillo sin cruzar ni

media palabra. Últimamente estaba muy irritable

con la depauperación de mi estado: como si de

pronto ella ignorase que todavía nos faltaba lo

peor.

Al siguiente minuto oí ronronear al BMW,

que ostentosamente se alejó por K o por 17: no

pude precisar por el eco. En cualquier caso,

seguro con rumbo al mar, proa al norte por esas

calles nones de un sólo sentido o acaso ninguno:

none at all. Siempre fue así. Desde mi casa de

infancia todas las calles desembocan en el

malecón.

Miré el reloj y sólo vi la penumbra densa del

cuarto. Oí el tictac desde la mesita de noche. Y

enseguida comenzaron a sonar los disparos.

Primero solitarios, tímidos. Luego en ráfagas

eufóricas de varios segundos, horas, o noches

enteras tal vez. Tiros, municiones, balas,

bengalas, salvas, pellets, petardos y perdigones:

¿cómo no distinguir, por qué no intentarlo?

Sonaban a todas las distancias mentales

imaginables como si estuvieran dentro del cuarto.

Sin distorsión ni efecto Doppler, en dolby-stereo

desde media cuadra hasta medio país.

En Cuba everybody, excepto el santo mr.

nobody de Orlando Woolf, parecía festejar el

cambio de fecha y la llegada del Y2K: para mí, a

Year To Kill. Para ellos supongo que no

significara el año cero, sino el 2000: la tan

cacareada cifra de las consignas aquí y los

comerciales allá. Yo sólo empecé a temblar. Los

oídos me zumbaban, zoom acústico de abejorros

suicidas. Cada estampida repercutía demasiado

real en mis tímpanos: incluidos yunque, hoz y

martillo. Me temí lo peor. ¿Y si el simulacro

fuera por fin la guerra tan prolíficamente

promocionada aquí y allá? ¿Y si yo había

regresado a Cuba con un fatum más histórico que

mi burda enfermedad? ¿Quién peor que yo para

terminar siendo el testigo prepóstumo del

holocausto? Entonces temí por la vida de Lilia y

deseé que ningún balazo la fulminara al volante

del BMW. O que, por lo menos, que no se

enterara jamás de que no era ella sino yo el

condenado a sobremorir.

Me incorporé lo mejor que pude contra la

cabecera. Me chorreaba el sudor. El colchón se

había convertido en una piscina termal, una

sweating pool de más de cuarenta grados. Darme

cuenta de esto me obligó a tiritar: fiebre

psicológica o lo que sea, I don´t care. Sentí

miedo de oír tanto escándalo y no ver. Nada,

nadie. La muerte bien podría anunciarse así.

Me corrí de la cama a la silla eléctrica y pulsé

a ciegas el botón de GO. El motorcito de aquel

engendro yanqui comenzó a ronronear en medio

de los disparos y el himno en los altoparlantes de

la calle y en cada radio o TV set. Pero allí se

quedó: mi BMW de juguete tendría las baterías

gastadas o Lilia por algún secreto motivo se las

quitó. Hasta ella lastimosamente me manipulaba,

no al revés. Me entró una desesperación infantil y

pegué un alarido en medio de la oscuridad. Iba a

llamar a Lilia, lo juro, aunque hubiera huido en el

carro, pero fueron otras dos sílabas las que

pronuncié:

—¡¡¡No-raaa!!! –grité estirando el cuello.

60

El ataque al cielo nocturno cesó de súbito con

mi aullido. Oí las últimas notas de la canción

nacional, acaso literalmente las últimas. O las

primeras del siglo XXI. Era impresionante cómo

las drogas aún no borraban de mi mente la letra

de aquellas dos estrofas rimadas a mitad del XIX.

Creí escuchar risas y aplausos desde la calle. En

los televisores o radios, la voz engolada de un

locutor me anunció la voz rajada de Nora,

aparecida en la puerta de su mi nuestra

habitación:

—¿Qué fue? ¿Hay alguien? ¿Puedo pasar? –

sobregesticulando a contraluz.

Su silueta me hizo recobrar el control. Odié la

idea de que Nora me viera así, en mi más ridícula

ropa interior. Imaginé el bochorno cuando ella

prendiese la luz y quedara expuesta mi lampiña y

magra silueta: una fucking foca en silla de

ruedas. Así que controlé mi histeria de

inmovilidad y le dije:

—Disculpa. Pasa, por favor, pero no

enciendas la luz.

Al instante llegó hasta muy cerca de mí,

todavía jadeando por el susto de mi alarido:

howllido de lobo penco. Como una gata, Nora se

orientaba perfectamente en la oscuridad. Casi le

pido un abrazo, pero no quise atemorizarla más.

Sólo le imploré que me diera un rato su mano y

ella me la brindó, sin tanteos ni tapujo alguno:

por pura intuición felina y acaso femenina

también. Un apretón fuerte, limpio, sano. De

hembra humana invisible y tangible a la par. Su

gesto era cálido, pero sus palmas muy frías, como

si Nora acabara de aterrizar de un país al norte

del círculo polar.

—Tienes una fiebre que quema –me

diagnosticó, seguido de una palabra tierna como

un detonador–, pobrecito.

Yo hice crac. Me sentí mareado. Un rugido

sordo, una náusea de tanto estirar los párpados y

no ver nada al final. Nata negra, viscosa pero

vacía: sin objetos ni tampoco objetivos. Sombras

cubanescas, con el paliativo de una mano de

muchacha de 21, perfecta desconocida desde el

verano pasado. De pronto, quise saber algún dato

adicional del universo exterior.

—¿En qué año estamos? –la frase se articuló

sola por mí.

¿Qué cifra podría devolverme ahora el

sentido de lo real? Ninguna fecha sería suficiente

para no leerla como fachada. El calendario, como

el lenguaje todo, formaba parte de una parodia

brutal. Cualquier escena era un bluff, una

burbuja, un colofón: entre otros paroxismos de la

barbarie.

—Acaba de empezar el año dos mil –se

acercó a mi cara hasta que pude olerle la voz.

Su aliento era magnífico y recónditamente

alcohólico. Venía de una fiesta, supuse. Recordé

que era Nora y que me excitaba mucho su

cuerpo. Le halé la mano. Se la bajé hasta mi sexo

y allí la clavé. Ese despojo moral y esa erección

de muerte también era yo: cuanto antes ella se

enterara, mejor. Ahora que me golpeara si le

parecía OK. Que me desalojara del HOME FOR

RENT ilegal, si eso le parecía mejor. Pero nada.

O sí. Sentí su presión superior a mis fuerzas y

noté que Nora no me rechazaba. Persistía

perversamente allí, tocándome, y yo no entendía

el sinsentido de su reacción. ¿Qué la impulsaba

hacia mí? ¿Borrachera complaciente o aguinaldo

de nuevo siglo y milenio? ¿Compasión de

compatriota? ¿O lástima por un tipo verde en

estado si no de coma por lo menos de cama?

Y, además, moviendo la mano como cuando

raspaba una de sus matrices entintadas,

baqueteando, pertinaz y rítmica, in crescendo

mudo, hasta que todo se puso blanco y yo sentí

que me derramaba en medio de una oscuridad

total.

Al notar mi explosión de líquidos, Nora se

secó las manos en mi barriga, y comprendí que

yo acababa de eyacular por inercia. No había

sentido nada, salvo un cambio de coloración en

mi ceguera. Aquel era el fin. No tenía caso

ofrecer más resistencia. God - 1, Mr. Orlando

Woolf - 0. En algún punto de ese año cero me

moriría sin dramatismo ni trauma. Ahora ya

podía cerrar las fechas en mi diario, y colocar de

exergo aquella frase que siempre intuí sería su

colofón: "yo también era eterno, pero duré menos

que la revolución".

Entonces me sobrevino una ardentía de

espinas y unas ganas terribles de romper a orinar

hasta el fin de los siglos y los milenios, améen.

Era casi para morirse de risa. Medio año de

morbo repartido entre Nora y Sondra culminaba

en la farsa torpe de una masturbación asistida.

Una tristeza física se me coaguló enseguida entre

la garganta, los pómulos y el esternón: mi vida

entera se desplegó ante el eje de mi angustia

como un gran timo, una estafa sensacional. De

primera plana, en el caso probable de que allá

afuera el Habana Herald existiese ya. Y encima

su pregunta de nené traviesa echada del alma:

—¿Tú te quieres morir?

No le respondí. Alcancé el briefcase de Lilia,

dejado como siempre sobre la mesita de noche.

Demostré ser todo un experto en maniobras a

ciegas. Le pedí otra vez la mano a Nora y ella me

61

la extendió con menos seguridad: a lo mejor

temía un segundo halón hacia mi entrepierna.

Pero no le di tiempo a sus tanteos. Cogí un fajo

del interior del briefcase y se lo envolví con sus

propios dedos de gacela: se lo puse

descaradamente en la mano a Nora. Si mal no

recuerdo, en cada fajo Lilia incluía diez o veinte

billetes grandes: de cincuenta y de cien. Al rato

le solté la mano con cortesía. Entonces supe que

recién había comenzado y ya esa primera

madrugada de enero había rebasado el final. El

suyo y el mío.

Con mi dedo índice cruzado sobre sus labios

le pedí que no hiciera ni media pregunta más. Le

impuse algo así como mi última voluntad de

paciente caritativo. Para mi sorpresa, Nora acató

la orden y el dinero. Pronunció un feliz-añonuevo

sincero y me dio un besito en la frente,

más el abrazo que no le llegué a pedir.

—Tómate algo para esa fiebre –dijo y se

retiró repentinamente por el pasillo, tal como

había surgido minutos o meses antes.

Yo quedé varado, con el pene todavía

expuesto en mi carromato fúnebre Made in USA.

Pulsé la tecla de GO y, como lo hice sin

esperanza, la silla puso en marcha sus ruedas por

puro espíritu yanqui de contradicción.

Manejé hasta el freezer y saqué un pomo de

agua mineral. Dejé abierta la portezuela para

aprovechar la iluminación interna del aparato.

Me estiré hasta mi gaveta y saqué los papiros

analgésicos de mis Pastillas Completas. Tragué

las cuatro de rutina. Luego cuatro por el happynew-

year recién inaugurado. Después cuatro por

nuestra penosa orgía de dos. Y entonces también

cuatro por Sondra trabajando en el extranjero, y

cuatro por Lilia acaso accidentada en el BMW, y

cuatro por el perdón de las Noras: la gata víctima

y su dueña victimaria.

Me invadió un sueño cósmico instantáneo.

Me eché con mil trabajos sobre la sábana, tan

húmeda como al inicio, y ya otra vez tiritaba.

Tenía tanto cansancio que se me hizo evidente

que yo nunca podría del todo descansar. Al

menos no en alguna parte. Es posible que oyera

el ronroneo en off del BMW y el portazo con

alarma que anunciaba el triunfal parqueo de Lilia

en la esquina de 17 y K, El Vedado. Y no sería

imposible haber oído entonces sus taconeos por

el pasillo, hasta recortar su silueta en contraluz en

la puerta de mi ex garaje.

Al rayar el amanecer, puedo imaginar su

ritual mientras prepara mi inyección matutina

antes del desayuno. Lilia es un fantasma fiel que

recorre mi casona de infancia, entre la falta de

aire y estas ganas de vomitar que no consiguen

sacar tu nariz a flote bajo la costra del sueño:

paraíso antes que pesadilla. Es normal, supongo.

Con veinticuatro píldoras por segundo en la

sangre, hasta el más aburrido metabolismo se

torna entertainment light y liberador. Ser libre,

ser otros. No ser tanto, no ser. Aunque sólo sea

para volver a interpretar las rimas de aquel

hombrecito cómico, literalmente tan quieto como

un ratón (¿invencible en su propia

invisibilidad?), que comete cada trastada de cada

casa, si bien nadie nunca le ha visto la cara pero,

aún así, al final todos coincidiremos en que sea él

quien pague los platos rotos a nombre de Dios o,

por lo menos, de San Mr. Orlando Woolf. Al

rayar el amanecer, puedo incluso imaginar que

definitivamente será para morirse de risa.

I know a funny little man...

Who does the mischief that is done...

There´s no one ever sees his face, and yet, we all agree...

 

 

 

 

1

Boring Home.

Orlando Luis Pardo Lazo.

Ediciones Lawtonomar, 2009.

2

 

 

 


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"De soledad humana"

Los objetos de la vida cotidiana están relacionados con todos los hábitos y las necesidades humanas que definen el comportamiento de la especia.Nosotros dejamos en lo que nos rodea recuerdos, sensaciones o nostalgias, y a nuestra clase le resulta indispensable otorgarles vida, sentido y unidad (más allá de la que ya tienen) precisamente por el grado de identificación personal que logramos con ellos; un mecanismo contra el olvido y en pos de la necesidad de dejar marca en nuestro paso por la vida.La cuestión central es, ¿Cuánto de ellos queda en nosotros? ¿Cuánto de nosotros se va con ellos? (fragmentos de la tesis de grado de Rafael Villares, San Alejandro, enero 19, 2009)

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