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Edgelit

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Edgelit/Borde.de.luz

Adagio de Habanoni


Fotografías de Silvia Corbelle y Orlando Luis Pardo

mi habanemia

La Habana puede demostrar que es fiel a un estilo.

Sus fidelidades están en pie.

Zarandeada, estirada, desmembrada por piernas y brazos, muestra todavía ese ritmo.

Ritmo que entre la diversidad rodeante es el predominante azafrán hispánico.

Tiene un ritmo de crecimiento vivo, vivaz, de relumbre presto, de respiración de ciudad no surgida en una semana de planos y ecuaciones.

Tiene un destino y un ritmo.

Sus asimilaciones, sus exigencias de ciudad necesaria y fatal, todo ese conglomerado que se ha ido formando a través de las mil puertas, mantiene todavía ese ritmo.

Ritmo de pasos lentos, de estoica despreocupación ante las horas, de sueño con ritmo marino, de elegante aceptación trágica de su descomposición portuaria porque conoce su trágica perdurabilidad.

Ese ritmo -invariable lección desde las constelaciones pitagóricas-, nace de proporciones y medidas.

La Habana conserva todavía la medida humana.

El ser le recorre los contornos, le encuentra su centro, tiene sus zonas de infinitud y soledad donde le llega lo terrible.

Lezama

habanera tú

habanera tú
Luis Trapaga

El habanero se ha acostumbrado, desde hace muchos años, a ese juego donde silenciosamente se apuestan los años y se gana la pérdida de los mismos.

No importa, “la última semana del mes” representa un estilo, una forma en la que la gente se juega su destino y una manera secreta y perdurable de fabricar frustraciones y voluptuosidades.

Lezama

puertas

desmontar la maquinaria

Entrar, salir de la máquina, estar en la máquina: son los estados del deseo independientemente de toda interpretación.

La línea de fuga forma parte de la máquina (…) El problema no es ser libre sino encontrar una salida, o bien una entrada o un lado, una galería, una adyacencia.

Giles Deleuze / Felix Guattari

moi

podemos ofrecer el primer método para operar en nuestra circunstancia: el rasguño en la piedra. Pero en esa hendidura podrá deslizarse, tal vez, el soplo del Espíritu, ordenando el posible nacimiento de una nueva modulación. Después, otra vez el silencio.

José Lezama Lima (La cantidad hechizada)

Medusa

Medusa
Perseo y Medusa (by Luis Trapaga)

...

sintiendo cómo el agua lo rodea por todas partes,
más abajo, más abajo, y el mar picando en sus espaldas;
un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir;
aullando en el mar, devorando frutas, sacrificando animales,
siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla;
el peso de una isla en el amor de un pueblo.

la maldita...

la maldita...
enlace a "La isla en peso", de Virgilio Piñera

La incoherencia es una gran señora.

Si tú me comprendieras me descomprenderías tú.

Nada sostengo, nada me sostiene; nuestra gran tristeza es no tener tristezas.

Soy un tarro de leche cortada con un limón humorístico.

Virgilio Piñera

(carta a Lezama)

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Luis Trápaga

ay

Las locuras no hay que provocarlas, constituyen el clima propio, intransferible. ¿Acaso la continuidad de la locura sincera, no constituye la esencia misma del milagro? Provocar la locura, no es acaso quedarnos con su oportunidad o su inoportunidad.

Lezama

Luis Trápaga Dibujos

Luis Trápaga Dibujos
Dibujos de Luis Trápaga

#VJCuba pond5

Pingüino Elemental Cantando HareKrishna

Elementary penguin singing harekrishna
o
la eterna marcha de los pueblos victoriosos
luistrapaga paintings
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Libertad para Danilo

Mar 11, 2009

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29

LES CHORISTES

En el edificio de enfrente, a las tres o tres y

media de la madrugada, cada noche se ponía a

cantar. Yo la oía:

Debout, les damnés de la terre... Debout,

les forçats de la faim...

Es Madam Gaceñiga, la soprano políglota del

barrio. Probablemente, la única soprano loca de

la ciudad: un privilegio, un lujo, una exquisitez.

Madam Gaceñiga tiene más o menos cien

años, nadie lo sabe bien. Y vive, por supuesto, en

la más absoluta soledad. Su contacto con el resto

del planeta se realiza a través de los gatos.

Decenas, cientos, acaso miles de gatos. Políglotas

en su mayoría también, como ella. Y como ella,

insomnes y operáticos hasta la enfermedad. Es

decir, Madam Gaceñiga no vive sola en absoluto.

Al contrario: tal vez sea el ser más acompañado

del barrio, la ciudad, y hasta de nuestra desvelada

nación.

Arise, you workers from your slumbers...

Arise, you prisoners of want...

Hace años que a Madam Gaceñiga le ha dado

por perfeccionar las notas iniciales de "La

Internacional". Como es sabido, se trata de un

arreglo musical de Pierre Degeyter (su

compositor favorito, por lo demás), quien al

parecer llegó a ser incluso su amante, en 1930 o

1932, siendo él mismo ya un anciano y ella una

solterona republicana de paso por París para

estudiar el belchant.

Hace décadas que, según dicen, con un fémur

humano (acaso del propio Pierre Degeyter), la

madam dirige a su coro de felices felinos (todos

machos, pero castrados) desde la medianoche

hasta el amanecer. Hace décadas que (y esto nos

consta a cada uno de sus vecinos) la madam

sacrifica a uno de sus vocales tras la velada: tal

vez al que peor desafine. Al parecer, de eso se

alimenta ella en su ostracismo. Y también el resto

de su tropita coral. Los huesos remanentes son

lanzados entonces desde una ventana hacia el

tambuche plástico de la esquina, aunque casi

ninguno acierta, y así se va creando un

cementerio fósil que nadie se atreve a limpiar por

miedo a que Madam Gaceñiga sea bruja.

De pé, ó vítimas da fome... De pé,

famélicos da terra...

Este holocausto, por supuesto, implica

forzosamente cierta reposición. De ahí que los

vecinos ya no dejen salir nunca a sus gatos

machos sobrevivientes. Aunque en los consejillos

de vecinos se ha valorado denunciarla a alguna

instancia paramédica o parapolicial, la naturaleza

ideológica de la canción ensayada por la madam,

así como su relación afectiva con un ícono de la

izquierda internacional de la talla de Pierre

Degeyter, han votado a favor de Gaceñiga. De

hecho, todas las escuelas y empresas del barrio se

llaman desde hace décadas "Pierre Degeyter", y

en sus respectivos murales florecen la biografía

del músico plagiada de una enciclopedia digital.

Ontwaakt, verworpenen der Aarde...

Ontwaakt, verdoemd in hong'ren sfeer...

En lo personal, he preferido aliarme a nuestra

soprano loca local. Supongo que no sea muy

elegante hacerle una guerrita fría a quien tiene

más o menos cien años. Así que, noche tras

noche, a las tres o tres y media de la madrugada,

cuando desde el edificio de enfrente ella y sus

pupilos se ponen a ensayar otra vez, en la

penumbra muda de mi apartamento yo comienzo,

también, y sin la menor ironía o parodia, a

tararear las notas iniciales de "La Internacional".

Sé que no afino especialmente y que Madam

Gaceñiga enloquecería de rabia si me escuchara

entonar: imagino incluso su fémur humano

chocando toc-toc-toc contra mi occipital. Sé que

mis amigos dicen que yo lo hago para paliar mis

persistentes temporadas de insomnio. Pero no es

así. En absoluto.

Resulta que siempre me han fascinado las

posibilidades creativas y clandestinas de los

idiomas extraños. Creo que en cualquier otra

lengua, que no sea la natal, es posible narrar

ciertas sutilezas secretas que, en este caso, se

escapan del universo físico de nuestro idioma

español. Asumo que esto no tiene mucho que ver

con la tan manoseada libertad de expresión, sino

en todo caso con la de inexpresión. Sé que no

puedo transmitir del todo mi idea. En fin, no sé.

Mejor óiganme interpretar estos floreos de

Madam Gaceñiga a ver si, mal que bien, me

ayudan a mostrar lo que les quisiera directamente

decir:

Debout, les damnés de la terre... Debout,

les forçats de la faim...

—Arise, you workers from your slumbers...

Arise, you prisoners of want...

De pé, ó vítimas da fome... De pé,

famélicos da terra...

Ontwaakt, verworpenen der Aarde...

Ontwaakt, verdoemd in hong'ren sfeer...

30

IPATRIA, ALAMAR, UN CÓNDOR, LA

NOCHE Y YO

1

Hay exilios que muerden

y otros son como el fuego que consume.

Nos conocimos en la funeraria "Mártires de

Alamar". Su padre había muerto esa tarde, yo

había entrado a beber barato nunca menos de

diez cafés. Los necesitaba para paliar la ansiedad,

para paliar la ansiedad, para paliar la ansiedad.

Mis noches eran largas, demasiado largas de

sobrellevar. Túneles ciegos hasta poco después

del alba, cuando conseguía por fin rendirme en

un parque. Sólo para que un enjambre de niños

con uniforme me zarandeara enseguida, haciendo

añicos mi único pestañazo del día, la semana, el

mes o tal vez el milenio.

Por supuesto, ese primer viernes ella aún no

se llamaba Ipatria. La vi, sentada mortalmente

sola en la capilla Ch, a escasos metros de la

cafetería donde mis nervios me recalaban. Ni

siquiera su padre muerto la acompañaba entre los

cirios y el apagón. Después supe que ella misma

había pedido una segunda y una tercera y una

quinta y una décima autopsia: Ipatria desconfiaba

o "no, ya no desconfío", me confesó: "ahora

estoy muy segura de lo que pasa..."

La ausencia de caja fue lo primero que me

llamó la atención. Luego su pelo de un negro

foráneo, cayendo al descuido sobre sus hombros

de pájaro: su pelo inmóvil de ébano o araucaria,

todavía no sé. Y luego fue su voz rajada, ríspida,

cuando me llamó sin mirarme, tajante: "Ven

aquí" (como a un perro). Y yo avancé hasta ella,

destruyendo así para siempre mi rutina

noctámbula, por primera vez obediente en la

medianoche anárquica de un cementerio obrero

llamado Alamar.

"Siéntate", me ordenó, y me puso frente a su

cara. Tenía unos ojos negrísimos, peores aún que

su pelo: de una noche sin noche, estrallada y

hecha jirones, y yo adoré aquel picotillo de

sombras en sus pupilas entre el espanto y el

apagón.

"¿Vienes de afuera?", me preguntó. "¿De

afuera de dónde?", le pregunté. "De la noche

cubana", me dijo. "Supongo que sí", le dije. "¿Y

lo has visto, lo has oído?", me zarandeó. "¿Visto

y oído el qué?", me retiré de su ataque.

"¡Chalado!", me empujó hasta casi tumbarme al

suelo: "el aleteo del cóndor, ¿qué más podría

ser?"

Entonces hizo una mueca y se tapó la cara:

estaba horrorizada por haber hablado de más.

Pretendió llorar pero tampoco lo consiguió. Me

miró con odio, como si yo acabara de traicionar

su secreto. Yo no atinaba a nada. Me gustó

imaginarla loca desde el inicio. "Por favor", la

calmé: "ya no hay cóndores en Alamar", y la

tomé por la cintura. "Se extinguieron por exceso

de carroña", y le di un abrazo. A ciegas. Ella

temblaba. Sus vibraciones se transmitieron a mí.

Yo temblaba también. Parecíamos un par de

epilépticos esperando la caja donde uno de los

dos se iba a tender.

Entonces se quitó las manos del rostro y me

separó de su cuerpo. Su voz volvió a ser ríspida,

rajada, y me despidió sin mirarme, tajante: "Rajá

de aquí" (como a un perro). Y yo me volví, por

segunda vez obediente, y eché a andar por el

pasillo, de vuelta a la cafetería de la funeraria

donde, a pesar de la triunfal carencia de

electricidad, los conserjes aún se empeñaban en

colar el café. Humo negro dentro de una

humareda mayor.

Lo cierto es que ese primer viernes Ipatria

nunca se llamó así. Ese 3 de diciembre me fui de

ella sin saber su palabra, clave terrible para

penetrar su cabeza, para colarme dentro de su

seso de fósforo rayado por la lija de la historia

chilena y sus tiranías: antesala húmeda de su

sexo ya anhidro tras tantas lágrimas repatriadas

en Cuba.

2

Devorando calles galopaban

miedosas manadas vestidas de terror y asombro.

La segunda noche fue en un camello M-1:

doceplantas rodante de lata rosada incluso en

pleno apagón. Ella iba sentada en los escalones de

la última puerta, las rodillas recogidas por el

círculo de sus manos y la maraña del pelo, en el

que esa noche cabeceaba una flor o una explosión

de blanco. Parecía un puño de pétalos con pistilo:

un marpacífico, pensé. Aunque enseguida supe

que no: "no está viva, tarado", se burló de mí, "es

sólo una patagua de plástico Made In Chile al por

mayor".

Me quedé mirándola un par de paradas del M-

1, durante tres o tal vez trece kilómetros de Vía

Blanca, recordándola otra vez en la funeraria,

reconociéndola por segundo viernes en el mes.

Cuando el metrobús comenzó a jadear en la loma

de Cojímar, me dejé caer junto a ella sobre los

escaños: entre jabucos, cigarrillos prendidos,

animales de crianza, pantorrillas al aire o sobre

puyas. "Me llamo Sagis", me atreví.

Ella me miró, acaso recordándome otra vez

en la funeraria o reconociéndome por segundo

31

viernes en el milenio. Entonces sonrió. "Sagis es

nombre de quiltro, no de gente", y me encañonó

con su índice izquierdo, arma larga rematada en

la bayoneta de una uña pintada de blanco, pétalo

no menos artificial que los de su flor importada.

"Mi nombre real es Salvador", admití. Pero

ella seguía implacable: "Salvador es mucho

peor". Y se puso seria: "seguro naciste después

del 73". Me dejó pasmado su adivinanza. "Casi",

le confesé, "el 10 de diciembre del 73: supongo

que hoy sea mi cumpleaños", y me sentí ridículo

de mi patetismo. Por suerte, ella me miró

compasiva. Con paciencia. Y volvió a sonreír

para mí.

Entre las patadas de la muchedumbre, lucía

aún más hermosa que en la caja negra de la

capilla. Anochecía. Habían pasado ya siete

madrugadas insomnes desde aquella otra en que

me la topé. Para entonces yo pensaba no verla

más. Tal vez por mi estúpida costumbre de seguir

rondando la funeraria "Mártires de Alamar",

como si su padre pudiera morir dos veces en una

semana y tras una paranoia de autopsias.

Había un ruido infernal bajo nuestros pies,

humo blanco de motor incluido. Yo no podía

dejar de mirarla mientras ella me sermoneaba:

"En diciembre del 73 yo también hubiera tenido

tu nombre, pero nací meses antes", encogió las

clavículas, como alas. "Nuestros padres estaban

obsesionados por la presencia o la presidencia de

algún Salvador", dijo para azoro y diversión del

público en penumbras del metrobús.

Y yo amé tanto tanto su vocabulario de

evangelista política que no sé... Me hechiza la

vehemencia del brillo orate. Atiné a decirle lo

mucho que me intrigaba el sentido de nuestros

encuentros por puro azar, y que ya no quería

perderla otra vez. Porque, además, desde

entonces yo dormía menos y, en consecuencia,

mi ansiedad estaba peor, mi ansiedad estaba peor,

mi ansiedad estaba peor.

"Feliz cumple y adiós, viejo", me dio un beso

en cada mejilla. Y enseguida me dijo que no: que

no me era posible verla y que ella lo sentía de

corazón, pero repudiaba la casualidad y el azar.

Y yo encarnaba exactamente la casualidad y el

azar: lo cual era demasiado sospechoso para su

intuición. "Un poder con memoria puede usar a

cualquiera para detectarte", dijo. Ella

desconfiaba. O no, ya no desconfiaba: "ahora

estoy muy segura de lo que pasó", dijo en un

susurro. Y mi ignorancia no le garantizaba mi

inocencia: que alguien de la Junta Militar, por

ejemplo, me estuviera manipulando como a un

títere de civil. Conmigo ella nunca estaría a

salvo: "lo siento mucho, seas Sagis o Salvador",

fue su remate.

"Pero, ¿a salvo de qué?", me impacienté. Y

ahora casi me miró con lástima. "Por favor, a

salvo de patria: de Alamar, de un cóndor, de la

noche y de ti", dijo y saltó con la puerta a medio

abrir, todavía frenando nuestro M-1. Se fugó

entre rendijas, entre los ecos de su propia

enumeración. Como una de esas alimañas de la

noche, criaturas angélicas y escalofriantes, sin

darme tiempo de actuar: de cazarla y amenazarla

realmente de muerte, a ver si entonces ella

reaccionaba realmente a mí.

Miré afuera un instante. La vi corriendo. Vi

sus espaldas a punto de despegar, recortada

contra un paisaje lunar en permanente

revolución. Estábamos en el antiguo barrio de los

chilenos: un páramo aún más desierto que el

resto de Alamar y acaso también del país. Chile,

Cuba, Santiago de La Habana: ¿cómo diferenciar

bajo la mirada muerta del desamor? Además, en

esa parada nunca subía ni bajaba nadie, por

temor a las leyendas que, desde hacía más de diez

años, asolaban esos edificios tras aquella súbita

repatriación: fuga masiva y clandestina sin causa

aparente, lo que invisibilizó a todos los chilenos

cubanos en pocas horas, días, semanas o tal vez

siglos.

3

Extrajeron la sombra de la sombra,

dibujaron un viento con colmillos.

Sin embargo, el viernes siguiente me bajé

justo allí, después de mis cafés baratos en la

"Mártires de Alamar". Necesitaba ver a Ipatria,

aunque sólo fuera para perderla otra vez. Su zona

era un desierto pétreo de alta salinidad, entre

doceplantas roñosos en ruinas y murales

desteñidos: en todos el mismo anciano miope, en

traje y corbata pero con casco de constructor y,

en la mano izquierda, una metralleta apuntando al

cielo, en señal de redención o tal vez rendición.

Atravesé la cancha de baloncesto arrasada de

la escuela "XI Festival". Atravesé el terreno de

beisbol enyerbado junto al paradero de los

camellos. Y atravesé el ghetto desertado por los

chilenos a finales de los ochenta, de vuelta en

estampida hacia su islita continental entre el

desierto de Atacama, el hielo de la Antártida, el

filo de los Andes, y la voracidad del Pacífico.

Sólo inmigrantes ilegales, llegados desde el

Santiago cubano, residían ahora allí. Sin luz ni

gas ni teléfono ni documentos de identidad. A la

espera de la delación que los regresara a su

provincia natal para, como muelles, reorganizar

32

las huestes familiares y reinstalarse en la capital:

entre buches de prú y toques de batá.

Me la tropecé enseguida. Ipatria permanecía

inmóvil, hablando en voz alta para nadie:

discurseando sobre los hombros de aquel viejo

busto carcomido por el salitre, del que todos

alguna vez nos burlamos de niños, sin que ninguno

luego de adulto se preguntara qué tipo tan solitario

tendría que ser aquel. La falta de alumbrado los

reducía a ambos a una sombra chinesca o, mejor,

chilesca: a la estatua de pie y a Ipatria sentada

encima, declamando a horcajadas.

Parecían versos. Ella los pronunciaba sin

importarle su ausencia de público. Presté atención:

"En la región profunda de la patria", todavía

acercándome al conjunto, "donde gime el puma y

grita el cóndor", sus dedos crispados como garras,

"heridos por los hierros y la pólvora", me paré

junto al pedestal, "las piedras, los muertos, las

vasijas", tapó los ojos del busto y lo sostuvo por el

mentón, "cubriéndose de polvo y raíces negras",

como protegiéndolo o buscando ser protegida por

él, "mientras la bandera está tendida entre dos

edificios", reparé en que su cuadra estaba escoltada

entre dos doceplantas vandalizados, "y se infla su

tela como una barriga ulcerada, una teta o una

carpa de circo", y entonces Ipatria se ovilló sobre

la cariada cabeza del mártir, como si finalmente

fuera a parirlo o tal vez a abortar.

Yo aplaudí. Lo hice solemnemente, tratando de

no parecer sarcástico. Estaba fascinado ante

aquella puesta en escena y también por el ángulo

recto en que se abrían sus piernas sobre el cogote

metálico de la estatua, fuera cobre o latón. Al

parecer, ella estaba decidida, porque enseguida me

agredió. "Te esperaba, Sagis o Salvador, y

acostumbrarme a una persecución es lo mismo que

dejarme atrapar", dijo entre la rabia y la queja:

"Así le ocurrió a mi padre y, ya sabes, la

consecuencia ha sido fatal".

Yo no entendía ni me importaba entender. Me

bastaban los hechos. Estábamos allí, coincidíamos:

¿no era perfecto? Y se lo dije sin pensarlo ni media

vez: "Estamos aquí, coincidimos: ¿no es perfecto?"

"No: primero es patético y después es muy

peligroso", se desesperó: "Tú no sabes nada y no te

importa saber". "La vida es hoy", me justifiqué con

una seguridad que yo no tenía. "Mira, cholo", la

voz se le rajó: "mataron a nuestros padres, mataron

a nuestros hijos, mataron las calles, los caminos, la

tierra silenciosa", a mí me parecían versos otra vez,

"mataron a los que son, a los que saben, a los que

sienten, mataron la casa, el cajón, la frente del

presidente, me van a matar a mí que no sé nada y

no me importa saberlo, ¿al menos sabías eso?" Por

mi expresión era evidente que no. "¡Ellos ya están

aquí...!", aulló al borde de la histeria. "El poder

rastrea por telepatía. Desde el Valle de Elqui lo

saben todo: desde ese ombligo espiritual nos

olfatean como a lauchas, hasta aplastarnos la

memoria primero y el resto de la cabeza después".

Para mí era suficiente. Exploté: "¡¿Pero ellos

quién, coño?!", me pegué al busto y la cogí por las

pantorrillas, intentando bajarla de su tribuna sin

cordura pero con tanta cuerda. Ella intentó

defenderse con aquella mirada suya tan vaciada de

caos y de significado. Mas no me importó. De un

tirón la bajé. Y con el impulso de tumbarla,

rodamos juntos sobre las piedras de lo que, más de

diez años atrás, pudo ser el jardín de lujo de algún

miembro mediocre del PCChile. Quedamos a los

pies de un tronco con tarja. Era un álamo de

importación, leí en el oxidado metal, sembrado en

mil novecientos setenta y algo por no sé cuál poeta

antifascista, si bien el monumento ya era sólo una

tarja sobre el tocón.

"¿Qué te pasa, loca?" Ella en silencio. "¿Qué te

pasa, Ipatria?" Ella en silencio. "¿Qué te pasa, mi

amor?" Ella en silencio. Y entonces salté sobre sus

caderas y allí me instalé: ella todavía en silencio. Y

la estremecí como a un animal rabioso,

maniatándola bajo mi peso y moviéndome casi al

galope contra una resistencia que al final nunca

surgió: ella siempre en silencio.

Tuve una erección obscena y no la disimulé,

sino que hinqué aún más mi bulto en su

entrepierna. La fui a besar en la boca y ella me

escupió. Le grité: "¿qué te pasa, chiloca, te da

pánico la tortura?" Ipatria rechinó los dientes, yo

amé su absoluta vulnerabilidad. Tuve ganas de

penetrarla allí mismo. "¿Qué te pasa, chiloca, no

quieres que te delate yo?" Y entonces ella por fin

reaccionó: simplemente tuvo un desmayo. Aquel

era el triunfo de su defensa. Y también mi

humillación de imbécil verduguillo nacional.

Perdí la erección y mis músculos todos se

relajaron, también mi cerebro saturado de ganas,

lástima y café funerario. Me dio pena: me di pena.

Hubiera podido correr, pero la vergüenza me

paralizó. Me di cuenta de que el único loco de

aquellas escenas de viernes era yo, que casi

destruyo al único ser que en mis noches de

insomnio alguna vez me miró. Tuve deseos de

cantar para pedirle que me perdonara. Y canté para

pedirle perdón. Le susurré nanas infantiles bien

tiernas: son las únicas letras que recuerdo, aunque

con erratas. "Dame la mano y danzaremos, dame la

mano y me amarás", canté para Ipatria tan

desafinado como no pude evitarlo: "porque

seremos en la danza como un horror y nada más".

33

Un pájaro nos pasó por encima y graznó. O un

murciélago: ¿cómo distinguir a mitad de apagón?

Igual fue escalofriante. Dejé de cantar y me senté a

su lado a esperar que volviera en sí. Tuve miedo

de que se estuviera asfixiando y le di un boca a

boca desde el fondo de mis pulmones. Ipatria

comenzó a respirar mejor, recuperó el descolor de

su piel perfecta, y al poco rato se incorporó, casi

abrazada a mí. Su larga bata de tela blanca, como

de nylon, le quedaba preciosa. Parecía un ave de

rapiña a la que hubieran obligado a volar hasta

caer abatida. Tenía saliva alrededor de la boca. Se

la quitó, y también descorrió un mechón de pelos

que le borraba los ojos. Me miró desde una

recóndita paz. Su frente sudaba, a pesar de que

hacía frialdad. Y entonces no sé si me lo ordenó o

me lo imploró: "Por favor, Sagis o Salvador,

llévame ahora al mar".

Y yo la cargué hasta la costa: el estéril

dienteperro cubano de La Playita de los Chilenos.

La luna salía entre las azoteas y rebotaba

enseguida en el cenit, tras las nubes de guata y

algodones de rojo rubí. Me arrodillé con Ipatria en

brazos, si es que Ipatria se llamaría por fin, incapaz

de lanzarla y lanzarme al agua con ella, hasta

desempercudir su pánico y mi ansiedad. La

deposité con cuidado sobre la línea de espuma. La

sombra fatua del pájaro todo el tiempo nos

acompañó. Tenía un cuello larguísimo, al estilo de

un cañón, y se movía en círculos cada vez más

abiertos, en contra de las manecillas del reloj, hasta

diluir sus giros en contra de la madrugada,

retrasando así el final de aquel viernes 17 que en

mi memoria nunca llegó a hacerse sábado del todo.

Volví a besar a Ipatria, en la boca. Fue apenas

un roce. O aún menos: una premonición. Su

aliento era tibio y gentil, pero también muy tajante

y gélido, sin paradoja ni contradicción. Le estreché

las manos en un gesto de adiós con el que en

realidad le pedía que, al menos por una noche,

ninguno dijera de nuevo adiós. Pero la vi sonreír

sin mover un solo músculo de la cara. Algo

siniestro hacía evidente que, sin necesidad de

palabras, su cuerpo le estaba imponiendo al mío

que ya no siguiera allí.

4

Me detuve en el capítulo de tus héroes,

en voz alta dije la página de tus vinos.

El 24 fue nuestra noche peor. El fulgor de

tantas fogatas por cuadra, inútilmente pujando

contra el apagón general, casi me conmovió: la

angustia se me coagulaba en los pómulos y no

me dejaba participar de aquel espectáculo. Yo

caminaba bajo el semáforo ciego de Vía Blanca,

a esa hora devenida Vía Oscura, y pensaba en el

destino de Ipatria una semana atrás: gata

combada entre mis brazos y el dienteperro, tensa

como una lira desafinada de música y de pavor,

con los puños y el rostro crispados por quién

sabe cuál pesadilla mitad insurgente y mitad

oficial.

En la caseta de tráfico roncaba un policía. Lo

iluminaba sólo una vela y usaba un periódico de

letras rojas en lugar de una manta: "El Mercurio",

pude leer. En su radiecito de pilas, aún se

malescuchaba un juego de beisbol. Desde el

Estadio Nacional, único escenario con luz del

reparto, el equipo Metropolitanos perdía, como

de costumbre, por un denigrante score. El

narrador hablaba de una "última oportunidad para

la esperanza roja de la capital" y yo seguí de

largo hacia La Siberia, la zona cero de Alamar:

por esta vez quería volver a mi escondite antes

que la medianoche me sorprendiera tan triste en

medio de la alegre Nochebuena popular.

"¡Ellos están aquí!", fui recordando entonces

los barboteos de Ipatria siete noches atrás, donde

"ellos" eran los "provocadores del VOP y el

MIR", me dijo, "y los cadáveres del Caleuche

resucitados en Villa Grimaldi", me dijo, "y el

Cochero de la Muerte paseando a los agitadores

del Radical y a los del Plan Zeta y el Alfa", me

dijo, "de la mano con los momios de la

Concertación y los Chicago Boys del Senador

Vitalicio", me dijo, "y los monjes de Colonia

Dignidad y los de la Recta Provincia y los de

Patria y Libertad y los del FPMR y la Escuela de

Mecánica", me dijo, "y los buitres del tacnazo y

los del tancazo", me dijo, hasta que me fue

literalmente imposible retener tantos nombres,

alias y apellidos entresacados de sus dientes de

piedra lunar: "Veaux, Mongliocchetti, McAntyre,

Lotz, von Schouwen, Ayrwin, Edwards,

Salvattori y Superonfray", entre tantos y tantos

de aquella Primavera Rota o Roja, ya no entendí

muy bien, en lo que parecía ser una tétrica rimita

infantil al estilo de "dame la mano y matarás".

Pero igual no había nada que entender en Ipatria,

que tal vez nunca se llamaría Ipatria del todo:

bastaba respirar su aliento cetónico para

comprender el brillo desesperado de sus nervios,

acaso tan largos y frágiles como sus

extremidades. Y tan fríos.

Ese viernes 24, los doceplantas sin luz

parecían mogotes de la era jurásica: geometría

elemental sin memoria ni amnesia. Media cuadra

antes de llegar a mi refugio la vi, sentada sobre el

contén, bajo una pancarta de fe o al menos de

fidelidad al futuro. Iba pelada al rape, calva de

34

remate, y al parecer esperaba por mí. La reconocí

al vuelo: el color de su piel lánguida la delataba,

como una explosión de neón importado desde

algún pico cianótico del Cono Sur. Sentí euforia

al verla: una alegría imposible de reprimir medio

paso o medio silencio más. Y reí, llegando de un

salto hasta ella, que me extendió un papel muy

seria, como si nuestro azar no significara nada

precisamente por tanto significar. Así, por primer

y único viernes pude recorrer el mapa neurótico

de su caligrafía mínima, de criatura que cabe

adorablemente dentro de una mano. Ipatria me

había escrito: "un pájaro echado a la intemperie

se convirtió en un bosque suave y nada ni el

asombro y nunca ni la duda y nadie ni la noche

destrozó aquel aire".

Era bello. La agarré. Quise darle un abrazo.

Oler sus poros. Que me pasara una parte de su

locura esplendente: la mía se iba haciendo tan

pobre que... Sentí su mano fría en la mano aún

más fría con que yo sostenía la suya, solitarios a

dúo en un contén de La Siberia cubana. Con mi

frente acaricié su cabeza de huevo y me pareció

que ese cráneo andino bien podía estallar como

una granada: pedazos de piel entre pedazos de los

edificios sin Alamar. Era obvio que no nos

quedaba nada. Ni nadie. Y que nunca iba a ser

nuestro último viernes para coincidir por

casualidad en un dormitorio obrero llamado La

Habanazar.

Entonces me lanzó un reto y una profecía: "El

próximo viernes te espero en el bloque Ch-73". Y

lanzó un beso al aire casi rozando mi boca.

Tragué su hálito dulzón y fétido, como la

respiración asmática de los 666 volcanes que

recortan a Chile del resto de América: de los

restos de América. Y se paró de un salto y, por

supuesto, de otro salto se fue, devorada por la

incipiente madrugada y por mi indecisión al

borde de la indolencia: ella siempre partiendo y

yo sin atreverme nunca a partir. Ni a romper

algo. Aunque no fueran más que las tres sílabas

de aquella palabra: I-pa-tria...

5

Pero la sangre era árbol vestido de piedra.

Pero la mano era ala nacida en la piedra.

Pero la noche era fuego apegado a la piedra.

Cogió el cinturón y se lo abrochó a la cadera,

desnuda. Entonces colgó la afilada hoja a su

izquierda, adoptó una cómica pose de caballero

andante del siglo XXI ("caballero andino", según

ella), anunció solemnemente que "mi patria es la

espada inglesa de América", y comenzó a

marchar con estilo de cadete republicana. Iba de

una pared a otra de su habitación, abriendo en

ángulo recto las piernas, como tijeras de

jardinería militar.

Yo sólo miraba, sin interferir con aquel alef

maléfico. Veía sus músculos tensos, tironeando

la piel blanquísima y su sexo invisible en el

medio: estaba depilada con precisión citostática.

Veía sus senos, dos círculos dobles tatuados a

cada lado del esternón. Veía la punta del desnudo

metal, rozando a ras del tobillo y raspando un

crucigrama de tajos que adornaba su pie: las

cuentas de sangre goteando sobre las frías

baldosas. La veía a ella y me veía también a mí,

tiritando: a un tiempo títeres y titiriteros, sin

retablo ni indumentaria. Y vi el discurso

imposible con que ni ella ni yo alcanzaríamos a

describir todo aquello: escenario molecular

dispuesto para ningún espectador adentro o

afuera. Para nuestra historia de dos ya no

quedaba público. Acaso el público para cualquier

historia siempre había sido eso: una confortable

ilusión.

Estábamos en su sala, en un duodécimo piso

indistinguible de los duodécimos pisos del

Reparto Chileno: desde 1989, un suburbio

secreto dentro de Alamar. Me esperó sentada en

los escalones y me invitó a subir con un gesto.

Yo la seguí medio metro detrás, por las escaleras

tachadas bajo el impoluto apagón: aguinaldo

estatal por ese día 31 en que se acababan el mes,

el año y también el siglo y el milenio. Me

guiaban sus pisadas y el blanco fosforescente de

su chamal: telilla fantasmagórica como la huella

de una flor o un pájaro que nadie nunca

terminará de nombrar.

Empujó la puerta y entramos: estaba

entreabierta. "¿Te convences ahora, Sagis o

Salvador?", parecía complacida con la supuesta

demostración: "ellos estuvieron aquí", y se alejó

para regresar enseguida con un gran mazo de

velas. Las encendió, una a una, durante cinco o

cincuenta o cinco mil minutos, hasta que el humo

casi nos asfixió. Comencé a toser ridículamente y

ella misma me condujo al balcón. Respiré.

Hondo, hondo, hondo. Y desde allí noté que

adentro no había muebles, excepto el televisor o

una sombra sin patas que simulaba ser un

televisor: el piso, las paredes y el techo parecían

de attrezzo, utilería removible para dejar que la

casa flotara de cuando en cuando en el aire.

Desde mi altura vi nuestra propia sombra

proyectada al vacío. En el cuello sentí el fragor

tibio de las velas. En la cara me golpeaba la

frialdad de un fin de año asomado al borde del

planeta. Ipatria se había desnudado sin

35

pronunciar palabra y se sentó sobre la barandita.

Me asustó su desequilibrio y quise sostenerla al

menos por el talón, pero ella me rechazó con una

patada de juguete, y al tacto noté el duro

postillaje, o tal vez ya espuela, que crecía en su

tobillo izquierdo.

Allí estaba Ipatria entera para mí, diáfana más

que desnuda. Ya era sólo cuestión de saber leerla

entre mi desidia y su desamor: enciclopedia del

vértigo y del naufragio. La única vida del paisaje

eran las luminarias con baterías del Estadio

Nacional, donde seguramente Metropolitanos aún

perdía jugando al beisbol. Ipatria lo señaló para

mí: "¿cuántos grimillones de cuerpos cabrán

allí?". "Ni uno solo", le dije, "se compite para

que existan la radio y la televisión". "Te confías

demasiado de tu ignorancia, Sagis o Salvador",

no le hizo caso a mi ironía, "pero tarde o

temprano, por la razón o la fuerza, en ese estadio

también..." y dejó la frase por la mitad.

Fue entonces cuando se armó de cinturón y

espada. Se lo abrochó a la cadera y se colgó la

hoja a la izquierda. Hizo un chiste sobre las

oscuras leyendas de un "caballero andino" que

vagaba sin pies ni párpados de un polo a otro de

Chile, según las madres se acordaban de él para

asustar a sus guaguas, y entonces Ipatria me

habló de la suya: "Es la luna quien succiona mi

cuerpo", declamó mientras aún marchaba. "Mitad

sombra, mitad grito: asciendo en espiral entre

viscosos líquidos que me perfuman". Me miró

orgullosa: sus labios una línea apretada, sugerida

apenas, como la tábula rasa de su entrepierna.

"Son versos de mi madre, tarado", se cuadró en

firme: "todas las palabras mi madre las ha dicho

antes por mí".

Y enseguida me contó detalles de aquella otra

mujer, su madre mártir, mientras volvía a

recorrer en círculos la habitación: sus piernas, un

par de tijeras sobre la bisectriz de su sexo; sus

tobillos sangrantes a la luz de las velas que

simulaban un estudio paleolítico de televisión.

"La espada es mi patria inglesa de América",

repitió pervirtiendo la frase, y se subió otra vez

en la barandita. Yo me puse igual nervioso, pero

no intenté sujetarla ahora. Ipatria cruzó ambas

piernas sobre el arma y se acarició contra el filo

fácil de aquel metal. Movía la espada en uno y

otro sentido, en un abrazo cada vez más estrecho

y rápido. Al final la hundió dura y mansamente

en su sexo y gritó: "¡Algo así fue lo último que

mi madre sintió: el frío de los milicos por

dentro!"

Estaba loca. No entendí ni pretendí

comprender. Yo estaba loco también, ¿y qué?

Igual la deseaba con toda su desidia y mi

desamor, en cualquier orden y en ninguno. Tuve

una erección clínica. Como en la funeraria al

tomar café y oír los gimoteos de los dolientes de

los mártires de Alamar. Como en la noche de la

estatua. En un arranque de acción pura, me saqué

la ropa y se la entregué: quería decirle algo con

aquel gesto, pero aún no imagino qué o para qué.

Que me viera convertido en mi propia bestia,

quizá. Que supiera cosas dolorosamente reales de

mí. Que no me expulsara este viernes a la

soledad popular que lo rebosaba todo allá afuera,

rebasando mi resistencia para sobremorir. Que

me amara, supongo, hasta que yo pudiera

resucitar para amarla, supongo, y resucitarla a

ella después. Que bebiera de mí y me hiciera

reventar, la muy puta de importación Made In

Chile en 1973. Que se alimentara de mis líquidos

coagulados y de mi carne insomne ya a punto de

incendio como un palacio presidencial. Que fuera

un poco yo para siempre y yo ser siempre un

poco de Ipatria. No sé. El lenguaje por momentos

no alcanza.

Pero ella no pareció notarlo. Nada de nada.

Su única reacción fue oler mi bulto de zapatos y

ropas durante el minuto más eterno de América,

antes de lanzarlo en parábola hacia afuera, en

picada libre al otro lado de la barandita, donde lo

vi flotar inútilmente en la brisa marina hasta ser

tragado doce pisos más abajo por la fuerza de la

gravedad. Así mismo voló mi madre", me apuntó

con el índice izquierdo: "así los peritos la volaron

encima del mar, y desde aquella primavera de

septiembre nadie nunca la vio", dijo arqueando

las cejas. De manera que ella y su padre aún más

huérfano que ella salieron, a través del costurón

de montañas, hacia una pampa de gauchos

insufribles y pésimos aires. Y desde allí se

montaron en un carrusel de exilios que

desembocaría justo en aquel piso doce del bloque

Ch-73.

Entonces se tiró de la barandita, espada en

ristre, y me haló sala adentro hasta tumbarme en

el chasis sin patas del televisor, que no era un

televisor sino una maleta: ataúd de álamo o tal

vez araucaria. "La revolución portátil de mis

padres está presa completa aquí", sonrió Ipatria y

se me encimó. Se sentó a horcajadas sobre mi

cuerpo y crispó una mano en mi nuca. Enarcó las

piernas y se clavó, como hiciera una escena antes

con el mudo metal. De hecho, todavía sangraban

sus muslos, a cuentagotas. Con la otra mano se

dio impulso en mi pelvis, moviéndose

limpiamente dentro y fuera de mí, penetrada seca

y duro hasta bien abajo. Yo no intenté

36

movimiento alguno: era tan excitante contemplar

en inerte su ejecución que... Además, tenía un

cuerpo bello y desesperado. Además, yo no la

conocía en absoluto y hacía mucho que ningún

cuerpo se me acercaba sin tasar un precio

primero. Entonces la madera crujió bajo mis

nalgas y la maleta cedió de súbito con un quejido

de ave rapaz.

Nos revolcamos con la explosión, cuerpo a

cuerpo. El piso era hielo que hincaba y un

escalofrío me recorrió de las plantas a la columna

a los parietales al esternón. En uno de los giros,

sin querer empujé a un lado su cabeza de piedra

lisa y fue entonces que definitivamente lo vi. Lo

vi. Lo vi. Lo vi. Y pegué un chillido de pánico,

de pájaro: "¡allí!" Y ella saltó a mi cuello como

un bebé: "¿Allí qué, Salvador, allí quién, Sagis,

allí dónde, por favor?", y en la brusquedad de los

tironeos, su espada lasqueó mi pierna. Me doblé

de dolor. Abrí la boca en forma de letra O, acaso

de número 0, pero no pude pronunciar ni una

sílaba entre tanta imagen y tanta imposibilidad.

"¡Allí, un pájaro, o yo qué sé!", dijo al rato y

la desprendí de mi tráquea para que no me

asfixiara con su histerismo. Intenté pararme, mas

la rodilla cortada me lo impidió. Miré mejor y, en

efecto, sería un ave gigante o su silueta, en la

misma pose de Ipatria antes sobre la barandita.

Sería su madre mártir, no sé. Lo cierto es que

Ipatria ya rebotaba con rabia contra mi garganta,

muchacha de muelles retorcidos a base de miedo

y pavor. Así que tuve que pegarle en la cara y,

como aún seguía sin reaccionar, la empujé tan

lejos de mí como pude, como quien lanza al

infinito una bala o un balón. Y con el gesto sentí

que estaba desprendiéndome de algo que yo no

sabía cuánto me deshabitaría por dentro después.

Ipatria salió desprendida con demasiada

inercia por encima del balcón, como si fuera otro

bulto de zapatos y ropas. Como si fuera su madre

poeta tres o trece décadas antes, arrojada a ras de

la Antártida por un coleóptero artillado del

Ejército de Salvación Nacional. O como si Ipatria

fuera la sombra de aquel pájaro repentino que,

sin abrir las alas, también se dejó caer: los dos

cuerpos rebasaron la barandita que ya no

contenía al vacío del otro lado, y fueron tragados

en un pestañazo por el fin de año iluminado sólo

por las velas de su apartamento y las torres del

estadio de beisbol, donde Metropolitanos aún no

se aburría de agonizar bajo un denigrante score.

Me quedé hueco a mitad de sala. Mi rodilla

abierta de un tajo no me hubiera permitido

asomarme al balcón, pero el inminente cambio de

fecha tampoco me ilusionaba: de los mil

novecientos noventa y algo al dos mil nada, el

año cero. Casi me convenzo de que ese viernes

31 allí no había ocurrido absolutamente nada,

excepto la descripción de los incontables objetos

que la maleta había dispersado sobre las

baldosas. Eran iconos del holocausto mundial en

el que se sacrificaron los padres de Ipatria:

banderines, posters, recortes de titulares, fotos,

volantes, folletines y mamotretos, bonos, boletas

y brazaletes, pegatinas, entre otros objetos más

difíciles de identificar. Pero, por suerte, recorrer

con la vista aquella parafernalia de esquirlas me

sosegó: asumí que diciembre entero había sido

escrupulosamente real y que eso justificaba aún

más su verosímil irrealidad. Empezando por

aquel nombre de tres sílabas que yo acababa de

lanzar a la nada chilecubana de Alamar.

La vista se me nubló. Sentí frío, arqueadas,

náuseas. Después sólo ganas de dormir y de no

despertar hasta el próximo siglo veinte. Era

absurdo. ¿Me estaría desangrando, a cuentagotas,

como los muslos y el pie izquierdo de Ipatria? ¿O

mi cabeza de fósforo rayado por la lija de esta

historia me hacía trampas con tal de no regresar a

La Siberia ni a la "Mártires de Alamar"?

Respiré. Hondo, hondo, hondo. Aún tenía que

recorrer la madrugada infartada de América,

hasta ubicar un policlínico donde alguien me

deseara "feliz año nuevo" antes de fingir interés

en mi sutura. Aún tenía que arrastrarme piso a

piso por las doce escaleras, antes de encontrar

mis ropas alfombrando el jardín ruinoso allá

abajo, o tal vez guareciendo la desnudez mortal

de la estatua con gafas: cariada de óxido rojo,

pero alzando una metralleta no menos mortal.

Aún tenía que exorcizar sin tanto patetismo

retórico la mirada muerta del desamor: esa

angustia antigua que sedimenta en mis pómulos y

en mi tráquea, paralizando cualquier acto de

cercanía con alguien que no sea yo. Aún tenía

que alejarme de aquel reparto y ya ir pensando en

mi siguiente sesión de viernes, verdadera patria

extranjera de mis semanas tan largas como mis

noches, demasiado largas de sobrellevar: túneles

ciegos hasta poco después del alba, cuando

consigo por fin rendirme en un parque, sólo para

que un enjambre de niños con uniforme me

zarandee enseguida hasta hacer añicos mi

pestañazo y catalizar mi ansiedad, catalizar mi

ansiedad, catalizar mi ansiedad. Aún tenía que

decidir si Ipatria había sido en definitiva su

nombre, o si la palabra quedaba libre en mi

mente para cuando apareciera o desapareciera

alguien más. Aún...

 

 

 

1

Boring Home.

Orlando Luis Pardo Lazo.

Ediciones Lawtonomar, 2009.

2

 

 

 

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"De soledad humana"

Los objetos de la vida cotidiana están relacionados con todos los hábitos y las necesidades humanas que definen el comportamiento de la especia.Nosotros dejamos en lo que nos rodea recuerdos, sensaciones o nostalgias, y a nuestra clase le resulta indispensable otorgarles vida, sentido y unidad (más allá de la que ya tienen) precisamente por el grado de identificación personal que logramos con ellos; un mecanismo contra el olvido y en pos de la necesidad de dejar marca en nuestro paso por la vida.La cuestión central es, ¿Cuánto de ellos queda en nosotros? ¿Cuánto de nosotros se va con ellos? (fragmentos de la tesis de grado de Rafael Villares, San Alejandro, enero 19, 2009)

Néstor Arenas

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